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HÜMMEL,
Alemania — En la profunda quietud de un bosque invernal, el sonido de
los pasos sobre la alfombra de hojarasca se desvanecía. Peter Wohlleben había
encontrado lo que estaba buscando: un par de hayas altísimas. “Estos
árboles son amigos”, dijo, estirando el cuello para mirar la oscura copa
desnuda de los árboles, contrastada con el cielo gris. “¿Ves cómo las
ramas gruesas apuntan hacia lados opuestos? Es para no bloquearle la luz
a su compañero”.
Antes
de dirigirnos hacia una haya anciana para mostrarme cómo los árboles,
al igual que las personas, se llenan de arrugas al envejecer, añadió:
“algunas veces las raíces de parejas de árboles como estos están tan
interconectadas entre sí que, al morir uno, el otro también lo hace”.
Wohlleben,
de 51 años, es un guardabosques experimentado que, con su imponente
figura y uniforme gris oscuro, se mimetiza con las hayas de tronco
grueso en los bosques que cuida. Que además se ha convertido en una
sensación literaria en Alemania,
donde el bosque siempre ha tenido un lugar muy importante en la
conciencia cultural, al formar parte de los cuentos de hadas, la
filosofía del siglo XX, la ideología nazi y el nacimiento del movimiento
ambiental moderno.
De
acuerdo con Wohlleben, su amor por el bosque se remonta a su tierna
infancia, época en la que criaba arañas y tortugas. En la adolescencia,
sus maestros auguraron que el futuro ecológico del mundo era precario y
él decidió que su misión sería ayudar.
Tras
la publicación en mayo de su libro, un sorpresivo éxito de ventas
titulado “The Hidden Life of Trees: What They Feel, How They Communicate
— Discoveries From a Secret World”, Wohlleben situó el bosque en el
centro de atención y ha pasado más tiempo en el rastro de los medios que
entre la variedad forestal. Ha contribuido a la reinvención popular de
los árboles que la sociedad contemporánea tiende a ver como “robots
orgánicos” diseñados para producir oxígeno y madera.
Wohlleben
formula su investigación y observaciones científicas en términos
sumamente antropomórficos; su estilo directo, que ha fascinado a
lectores, oyentes y televidentes por igual, transmite un mensaje bien
conocido por los biólogos: los árboles en un bosque son entes sociales.
Pueden contar, aprender y recordar; cuidan de sus vecinos enfermos; se
alertan mediante señales eléctricas a través de una red de hongos
conocida como la “Wood Wide Web” (la Red Forestal Mundial) y, por
motivos que desconocemos, mantienen vivos durante siglos los viejos
tocones de compañeros talados, alimentándolos con una solución azucarada
a través de sus raíces.
“Gracias
a su libro, mi percepción del bosque cambió para siempre”, dijo en un
correo electrónico Markus Lanz, conductor de un programa de entrevistas.
“Pienso en ello cada vez que camino por un bosque”.
Aunque
se muestran impresionados por la capacidad que tiene Wohlleben de
capturar la atención del público, algunos biólogos alemanes cuestionan
el uso de palabras como “hablar” en lugar del término más estandarizado
“comunicarse”, para describir qué sucede entre los árboles del bosque.
Pero
justamente esa es la idea, dice Wohlleben, quien invita a los lectores a
imaginarse lo que podría sentir un árbol cuando su corteza llora
(“¡Ay!”). “Uso un lenguaje muy humano. El lenguaje científico elimina
toda emoción y la gente deja de entenderlo. Cuando digo: ‘Los árboles
amamantan a sus hijos’, todos sabemos de inmediato a qué me refiero”.
“Hidden
Life”, que se mantiene en el primer lugar de ventas en la lista Spiegel
de libros de ensayo o divulgación, ha vendido 320.000 copias y se han
adquirido sus derechos de traducción en 19 países (el sello editorial
Greystone Books de Canadá publicará en septiembre una versión en
inglés). “Es uno de los mayores éxitos del año”, expresó el crítico
literario alemán Denis Scheck, que alabó el humilde estilo narrativo y
la capacidad del libro para despertar en sus lectores una intensa e
infantil curiosidad por los engranajes del mundo.
La popularidad de “The Hidden Life of Trees”, añadió Scheck, dice más de la vida moderna que de Alemania.
La gente que pasa la mayor parte de su tiempo frente a la computadora
quiere leer sobre la naturaleza. “Los alemanes tienen fama por su
relación especial con el bosque, pero es más bien un cliché. Sí, están
Hansel y Gretel, y, claro, si tu matrimonio no funciona, te vas a dar un
paseo al bosque. Pero no creo que los alemanes amen el bosque más que
los suecos, noruegos o finlandeses”.
De
acuerdo con Wohlleben, su amor por el bosque se remonta a su tierna
infancia. Al crecer en los 60 y 70 en Bonn, entonces capital de la
República Federal Alemana, criaba arañas y tortugas, y le gustaba jugar
al aire libre más que a cualquiera de sus tres hermanos. En la
adolescencia, una generación de maestros jóvenes y de izquierda auguró
que el futuro ecológico del mundo era precario, y él decidió que su
misión sería ayudar.
Estudió
silvicultura y comenzó a trabajar para la administración del patrimonio
forestal en Renania-Palatinado en 1987. Posteriormente, como joven
guardabosques a cargo de una floresta de unas 1214 hectáreas en la
región de Eifel, aproximadamente a una hora de Colonia, taló árboles
viejos y roció troncos con insecticida. Pero no se sentía bien
haciéndolo: “Pensaba: ‘¿Qué estoy haciendo? Estoy arruinándolo todo’”.
Al
investigar sobre el comportamiento de los árboles —tema del que
aprendió poco en la escuela de silvicultura— descubrió que, en la
naturaleza, los árboles operan más como seres comunitarios que como
individuos. Trabajan juntos en redes y comparten los recursos, para
aumentar así su resistencia.
En
los bosques cultivados que integran la mayoría de las florestas
alemanas, la separación artificial de los árboles garantiza que estos
reciban más luz solar y crezcan con mayor rapidez. Pero, según los
naturalistas, dejar demasiado espacio entre los árboles puede
desconectarlos de sus redes, lo que obstaculiza algunos de sus
mecanismos de resiliencia innatos.
Lleno
de curiosidad, Wohlleben comenzó a investigar metodologías alternas a
la silvicultura. Quedó impresionado tras visitar bosques privados en
Suiza y Alemania. “Había árboles realmente antiguos y gruesos”, comentó.
“Tratan a sus bosques con mucho más amor, y la madera que producen es
incluso más valiosa. En un bosque decían que, para comprar un auto,
cortaban dos árboles. Para nosotros, en aquella época, dos árboles
servían para comprar una pizza”.
A
su regreso a Eifel en 2002, Wohlleben destinó una sección del bosque
como “cementerio”, para que la gente pudiera enterrar las cenizas de sus
seres queridos a los pies de árboles de 200 años de edad y colocaran
una placa con el nombre de la persona, para así recabar dinero sin talar
los árboles. El proyecto fue redituable. Pero, según Wohlleben, sus
jefes no estaban contentos con sus actividades poco ortodoxas. Quería ir
más lejos. Por ejemplo, quería sustituir con caballos la maquinaria
pesada de tala, que daña el suelo boscoso, pero le negaron el permiso.
Tras
una década de lucha con sus jefes, decidió renunciar. “Lo consulté con
mi familia primero”, dijo Wohlleben, casado y con dos hijos. Pensó que
aquello significaba renunciar a la firme seguridad del trabajo como
servidor público en Alemania: “Solo pensé que no podía seguir haciendo
eso el resto de mi vida”.
La familia planeó emigrar a Suecia, pero resultó que Wohlleben había logrado convencer al municipio, propietario del bosque.
De
tal modo que, hace 10 años, la municipalidad decidió correr el riesgo.
Dio por terminado su contrato con la administración estatal del
patrimonio forestal y contrató a Wohlleben directamente. Él llevó
caballos, eliminó los insecticidas y comenzó a experimentar dejando que
los bosques crecieran de manera más natural. En dos años, el bosque pasó
de las pérdidas a las ganancias, en parte gracias a la eliminación de
maquinaria cara y químicos.
A
pesar de sus éxitos, en 2009 Wohlleben comenzó a tener ataques de
pánico. “Pensaba todo el tiempo: ‘¡No! Solo tienes 20 años y todavía
tienes que lograr esto, lo otro y aquello’”. Comenzó a ir a terapia para
tratar el cansancio y la depresión. Eso le ayudó. “Aprendí a ser feliz
con lo que he hecho hasta ahora”, comenta. “Con un bosque, tienes que
pensar en términos de 200 o 300 años. Aprendí a aceptar que no puedo
hacerlo todo. Nadie puede”, agregó.
Quería escribir “The Hidden Life of Trees” para mostrarle al público general lo maravillosos que eran los árboles.
Nos
detenemos ante un árbol que creció recto y luego adoptó la forma de un
signo de interrogación. Este árbol le recuerda a Wohlleben que gran
parte de lo que ha aprendido se lo debe a la perspectiva inexperta de
los visitantes a los que guiaba por el bosque hace años.
“Para
un guardabosques, este árbol es feo porque está torcido, lo cual quiere
decir que no se puede obtener mucho por su madera”, dice. “En las
caminatas por el bosque, me sorprendió mucho cuando la gente decía que
un árbol como este era hermoso. Decían: ‘Mi vida no siempre ha ido en
línea recta tampoco’. Y así comencé a ver las cosas con nuevos ojos”.
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